martes, enero 07, 2014

30 segundos

La primera vez que me habló (sobre libros, lunas y líneas arquitectónicas) la noche era el epílogo de un cuento siniestro. Me vio perdida haciendo garabatos con el sudor de mi vaso, pequeña entre hombres monolito y mujeres maniquí, triste y diluída en la barra del milán. "Y vivieron felices para siempre" fue su hola. Luego dijo su nombre, la indicación de no tener nada (novia, auto, casa...) y preguntó qué bebía. Conocí su risa, profunda y libre, cuando le dije que no quería más cuentos chinos ni finales felices... Creo que ahora me van mejor los comienzos, le confesé. "Es porque no conoces mis finales alternativos mujer, son de lo más divertidos" dijo, antes de terminar su trago y jalarme hacia la puerta. Salimos del bar para escuchar la canción que, estaba seguro, provocaría una necesidad incontrolable de besarlo como agradecimiento por enseñarme la música más hermosa para un final de película. "Pero cuidado querida, que mis besos son escasos", advirtió. Le repetí que nada de cuentos chinos y le puso play. Y sí, lo besé. No por la canción ni por sus ojos de espejo ni por enamoramiento espontáneo. Lo besé para comprobar que siempre, siempre, la mitad del primer minuto del primer beso es lo mejor de los comienzos.